En mi caso, en ese paso inicial influyó sin duda mi participación en el 1er Cursillo de Fitosociología Pirenaica (1965), organizado por Salvador Rivas Martínez, en el que participamos unos cuantos botánicos en ciernes.
Los participantes en aquella reunión llegamos a Broto y de allí a Torla para iniciar el ascenso por el valle de Ordesa, siguiendo el cauce del río Arazas, aguas arriba. Aquel paisaje monumental con montañas que dislocaban el cuello si mirabas a las cumbres, los bosques trepando por las laderas, los verdes prados en pleno verano, la cascada Cola de Caballo precipitándose no lejos del camino, eran fascinantes. Hasta llegar a las Clavijas de Soaso, unas barras hincadas en la empinada pared para facilitar la subida a los más novatos o los más miedosos. Por aquella pared subía y bajaba Salvador dando consejos de cómo afrontar la dificultad a la joven tropa que le acompañaba, todos principiantes en aquella tarea, que algún inconveniente debía tener cuando alguno de los novatos en la montaña se negó a seguir. Luego unos extensos prados, en laderas sin dificultad, para alcanzar nuestro destino, el refugio de Goriz.
Desde el refugio, Salvador dirigió la campaña durante tres o cuatro días, en el entorno del Monte Perdido, con itinerarios monte arriba y monte abajo, interrumpidos por cortos descansos para comer: un poco de chocolate, unas almendras, quesitos y unas transparentes rodajas de chorizo -que considerábamos cortadas con microtomo- para acompañar al pan. Todo apropiado para resistir el esfuerzo y evitar el sueño postprandial.
Ahora un bosque, ahora un prado, una orla forestal, un sesteadero de ganado o el borde de un regato, en cada caso iba descifrando las claves de la vegetación y su ordenación sistemática a partir de los inventarios florísticos de las comunidades. Era un espectáculo verle tomar la pequeña lupa que colgaba de su cuello, examinar la planta y dar su nombre, más toda clase de explicaciones sobre los caracteres diferenciales frente a otras especies afines, su distribución, su ecología y su significado en la asociación vegetal en la que se integraba.
Aquel dominio de la flora era fruto de su enorme capacidad y, según supe más tarde, de su hábito desde adolescente de repasar la ‘Flore de France’, una obra en tres tomos escrita a mediados del siglo XIX por Charles Grenier y Dominque Godron, ilustrada con iconos del hábito de cada especie y de los pequeños detalles diagnósticos como acompañamiento a las claves y descripciones escritas. Aquella obra francesa que le esperaba en su mesilla de noche durante sus años mozos para aprender la flora antes de dormir fue sustituida, luego, por obras generales o monografías posteriores, adaptadas ya a la flora española o de otros territorios, como parte de su preparación de cualquier salida de trabajo en el terreno.
Claro que aquello me enganchó. Él fue el director ejecutivo de mi tesis doctoral, aunque nominalmente -no sólo- lo fue don Salvador. Y desde allí me vi haciendo otro tano en el futuro. Al menos, intentándolo. Aquella primera reunión, a la que siguieron otras de distinta naturaleza, me hizo comprender que detrás de esas prácticas pretendía corromper, alterar las tendencias, a los jóvenes y llevarlos a la virtud -tal como propugnaba Platón-, que para él era el estudio de la Botánica. La juventud era el futuro y quería conquistarlo, algo que consiguió, como demuestran las numerosas tesis doctorales que dirigió y la enorme influencia que tuvo en generaciones posteriores.
Para ello replicó aquella primera experiencia. Aquel cursillo se mimetizó en otros muchos por España y en otros países. Siempre bajo el denominador común del trabajo de campo, bajo su dirección o de otros colegas expertos en áreas determinadas o tipos de vegetación concretos, con los objetivos de aprender, dominar el arte de enseñar y promover la cohesión entre botánicos. De esto último son elocuentes los grupos de trabajo que creó o alentó: Grupo Orocantábrico, Grupo Nevadense, Grupo Rifeño, Grupo Lusitano, Grupo Azórico-Madeirense, las Jornadas Fitosociológicas -que nacieron en un viaje que hice con él, de vuelta de una reunión en Valencia- y los campamentos de verano.
Ahora me veo en el recuerdo con mi uniforme ‘ad hoc’: pantalones bávaros, medias de lana gruesa, botas de montaña, una mochila azul, boina y una libreta de notas. Con nuevos amigos, muchos menos años, más delgado y muchas ilusiones, emocionado en los Pirineos Centrales.
Jesús Izco Sevillano
Académico correspondiente de la RANF