Las epidemias en la Historia
lunes , 13 de julio de 2020
Las epidemias en la Historia
Si quisiéramos saber si lo vivido por nosotros es único o ha pasado algo muy similar con anterioridad, deberíamos acudir a la historia de las epidemias.
Para no ser excesivamente prolijo pondré dos ejemplos: la peste negra, más antiguo, y el cólera del siglo XIX.
La primera es causada por la bacteria ‘Yersinia pestis’, transportada por las pulgas ‘Xenopsylla cheopis’ de las ratas. Las personas la adquieren al ser picadas por ellas, excepcionalmente al manipular animales muertos e infectados. También la peste neumónica puede ser transmitida por vía pulmonar al toser la persona infectada. Durante la tercera pandemia que prendió en el oeste de China, en 1886, Alexandre Yersin (1863-1943), llamado ‘Doctor Nam’, desembarcó en Hong Kong el 15 de junio de 1894, en plena crisis epidemial y caracterizó a la bacteria de la peste. La forma de pasar de la rata al hombre la descubrieron el japonés Masanori Ogata y Paul-Louis Simon en 1897. Cinco años después, la Convención Sanitaria Internacional ordenó la destrucción de las ratas en los barcos infectados. Se comenzó la utilización sistemática de raticidas e insecticidas en la lucha contra la enfermedad.
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Waldemar Mordechaï Wolf Haffkine, también del instituto Pasteur, como Yersin y Simon, preparó en 1897 una vacuna anti pestosa con bastantes efectos secundarios, incapaz de prevenir la enfermedad, aunque disminuía la incidencia infecciosa. La lucha se centró en la eliminación de las ratas y las pulgas.
¿Qué se hizo hasta entonces?
Durante la Baja Edad Media se concreta la manera de abordarla: en primer lugar se observan causas superiores:
Primero Dios. Los seres humanos serían culpables, consciente o inconscientemente, del castigo divino.
En segundo lugar se debería a una mala conjunción astral. Entre otros, el profesor de la Facultad de Medicina de Lérida, Jaume d’Agramunt (+ 1349), considera a varios astros capaces de originarla. Su influjo causaría cambios sustanciales en el aire. A partir de los mismos se producirían contagios masivos.
En tercer lugar, la tierra y el aire. El exceso de lluvia o sequía; los terremotos y otros procesos naturales podían originar el ‘malum aeris’ o ‘mal aria’, el mal olor característico de un aire infectado, teórico causante de la enfermedad, conforme a los criterios galenistas.
En conformidad con Galeno, el primer remedio sería la huida: rápido, lejos y el regreso retardado, cuando hubiera pasado el embate.
También se intentaba prevenir: los métodos para hacerlo habrían de ser de dos tipos: espirituales y corporales. Los sanadores se ocupaban, como es lógico, prioritariamente de los segundos, sin privarse de efectuar numerosas admoniciones a la penitencia y a ponerse en paz con Dios.
En la prevención intervenían no sólo los médicos, también las autoridades locales mediante el establecimiento de medidas para aislar los territorios sanos de los atacados. Dadas las molestias, los trastornos y las pérdidas económicas, derivadas de la declaración de lugar apestado, solían evitarlo o al menos retrasarlo, cuanto podían. Para prevenir la epidemia, se considera imperioso el arrepentimiento, la purificación del aire mediante sahumerios, diversas dietas alimenticias (muy peregrinas desde nuestros conocimientos actuales, pero ajustadas a las creencias galenistas), la sangría, los remedios farmacológicos y los sistemas de acordonamiento de ciudades –sanas o enfermas- los lazaretos para pasar las cuarentenas si se procedía de lugar dudoso, los pasaportes sanitarios…
Para curarlo se utilizaban, en primer lugar, remedios espirituales, como mortificaciones y confesión. También la expulsión de pobres, facinerosos y ‘gentes de mal vivir’, según la moral de la época, y las procesiones y plegarias especiales contra la peste.
En toda Europa se levantaron hospitales para apestados con separación de hombres y mujeres, que todo el mundo trataba de evitar, pues era casi imposible salir con vida de allí. Los remedios eran variados y, en ocasiones, terribles, como las sangrías y las purgas cuando los atacados estaban ya muy débiles. Entre los fármacos la Triaca Magna se consideraba gran preservativo y curativo y costó la vida a algunos boticarios, pues al morir los afectados, los parientes se vengaron, al creer imposible que si hubiera estado realizada conforme al arte, el fatídico desenlace se hubiese producido.
El cólera, según la OMS, es una enfermedad diarreica aguda causada por la ingestión de agua o alimentos contaminados con el bacilo, ‘Vibrio cholerae’ Pacini-Koch, productor de una enterotoxina, cuyas principales manifestaciones en el individuo son una diarrea profusa y vómitos. El ochenta por ciento de los casos pueden tratarse con soluciones de rehidratación oral. Los graves necesitan la administración rápida de líquidos intravenosos y antibióticos. Hay vacunas orales de seguridad demostrada.
En 1854, el gran anatomista toscano Filippo Pacini (1812-1883), estableció una correlación entre el cólera y los gérmenes móviles observados por él en el contenido intestinal de los cadáveres, víctimas de la epidemia de Florencia (1854-1855). También detectó, en las materias fecales de los enfermos, bacterias morfológicamente idénticas a las del contenido intestinal de los afectados.
En agosto de 1883 una legación de bacteriólogos alemanes, dirigida por Robert Koch, identificó en Alejandría a la bacteria en forma de coma característica, en los intestinos de muchos infectados y dejó determinado para siempre el microorganismo que años antes había reconocido Pacini.
Pese a tantas evidencias, la comunidad internacional continuó reticente. En Francia, la inmensa mayoría de los científicos se mostraron contrarios a las teorías de Koch y casi toda la comunidad científica en Inglaterra. En la conferencia sanitaria internacional de 1885, a la que asistió Koch y representantes de veintiocho países, la comisión inglesa boicoteó cualquier propuesta de decisión científica sobre la etiología del cólera. Sin embargo, las evidencias y la inconsistencia de la teoría miasmática, fueron abriendo camino a las ideas mantenidas por John Snow (1813-1858) –quien defendió la transmisión del cólera por el agua en 1854- Pacini y Koch.
¿Cómo se enfrentaron a la epidemia en el mundo y singularmente en España, atacada al menos en cuatro ocasiones -1833-1835; 1854-1856; 1865 y 1884-1885?
Los partidarios del contagio la consideraban producto del contacto. Defendían todas las medidas profilácticas establecidas desde los tiempos de la peste: aislamiento de ciudades y territorios; cuarentenas de buques y personas; levantamiento de hospitales singulares y lazaretos; quema de ropas y enseres de los contagiados…
Por el contrario, los seguidores de la teoría infecciosa o miasmática, basándose en un paradigma también muy arcaico, defendían la transmisión aérea de un agente morboso, capaz de actuar dependiendo de cuestiones locales e individuales. Para ellos las medidas tradicionales contra las epidemias no tenían utilidad alguna.
A partir de 1854, Joseph von Pettenkofer (1818-1901) lo relacionó con la íntima composición del suelo al tiempo que aconsejaba medidas higiénicas bastante adecuadas.
En definitiva, si lo vemos con perspectiva, las mismas consideraciones que respecto a la peste e idénticos remedios. Quienes la consideraban contagiosa pedían acordonamientos.
En España, durante la primera epidemia, se acordonó toda Andalucía, si bien las tropas del general Rodil rompieron la incomunicación, en el traslado efectuado desde la frontera de Portugal hasta el Norte, para participar en la primera Guerra Carlista. Evidentemente se establecieron guardias vecinales en las ciudades, pasaportes sanitarios y lazaretos.
Ya en 1834 se prohibieron los acordonamientos, pero se mantuvo uno doble sobre La Granja de San Ildefonso, en donde estaba recluido el Gobierno y la Real Familia.
La única diferencia con las otras epidemias es el avance del higienismo. Nacido en Francia, como policía sanitaria en el siglo XVIII; desarrollado en la Gran Bretaña e introducido en España por los médicos liberales, exiliados tras la llegada de Fernando VII, como Mateo Seoane. Empezaron a dar gran importancia a la higiene pública y privada, sin preocuparse de si era contagiosa o no la enfermedad, y al cuidado de las clases más pobres, no por empatía o solidaridad, sino para evitar la propagación de enfermedades, de las cuales hacían responsable a la ignorancia de los menos favorecidos, sus formas de vida, su falta de higiene y su mala alimentación, sin preocuparse de quién era la responsabilidad de su situación.
Las medidas sanitarias fueron muy similares a las de la peste hasta 1834: acordonamientos, lazaretos, expulsión de pobres y mujeres ‘de mal vivir’, establecimiento de hospitales para coléricos, de hospitalidad domiciliaria para los pobres y de casas de socorro, además de un incremento grande de la beneficencia. Los métodos de cura tan terribles o más que contra la peste; con profusión de purgas, sangrías feroces y medicamentos inútiles.
Si vemos las medidas contra la COVID nos encontramos con que conocemos el agente y los vectores, pero la forma de abordarlo ha sido casi idéntica: cierre de fronteras (acordonamientos), cuarentenas para los viajeros (lazaretos), un inmenso enclaustramiento de la población, búsqueda de medicamentos eficaces por los clínicos –con poco éxito y mucho mérito- búsqueda de una vacuna a contra reloj, aumento de las medidas de solidaridad social que antes se llamaban de beneficencia y discusiones socio-políticas sobre si es mejor morir de enfermedad o de hambre por el deterioro económico.
Podemos recordar que la primera vacuna contra el cólera la consiguió el español Jaime Ferrán y luego Santiago Ramón y Cajal preparó otra.
Podemos reflexionar sobre cómo la ira, producida por todas las epidemias, por el temor ante lo desconocido y a la pérdida de la propia vida, llevó muy a menudo a la búsqueda de un chivo expiatorio: en las de peste se realizaron numerosos pogromos de judíos en toda Europa, precursores de lo que luego pasaría con el holocausto; a linchar a personas falsamente acusadas de extenderla mediante untos; a los flagelantes, con una religiosidad bárbara y en ocasiones provocadora del asesinato de judíos. Fenómenos todos prohibidos por la Iglesia en un intento de controlar la barbarie.
Podemos reflexionar cómo las epidemias de cólera en España, en 1834 provocaron el asesinato de más de ochenta frailes, acusados de envenenar las aguas y de confraternizar con los carlistas. En la segunda pusieron en el punto de mira a los médicos –sin llegar al asesinato- y en la cuarta se produjeron graves disturbios al intentar desinfectar los mercados en Madrid.
Por ahora, ni en España, ni en el Mundo, se han producido guerras o matanzas relacionadas con la enfermedad. Parece que, colectivamente, nos hemos civilizado algo.
Podemos ver cómo los sanitarios se veían con inmenso recelo, así como los hospitales a donde se iba a bien morir, mientras el paradigma médico era ineficaz al ignorar la ciencia las causas reales del contagio. Ahora aparecen como héroes, además de por su extraordinaria entrega -que también se daba de manera muy generosa en épocas anteriores- por la eficacia del paradigma científico y porque se cree que la ciencia produce certezas, lo cual no es exacto. El papel de las certezas sobrenaturales quieren, algunos, ocuparlo con el de las improbables certezas científicas.
Es llamativo que en todas las epidemias, de peste o cólera, se prohibía el toque de campanas y se intentaban ocultar los fallecidos, algo similar a lo hasta ahora sucedido; las autoridades religiosas bendecían con el Santísimo para tratar de ahuyentar el mal. También se ha hecho en esta ocasión, desde terrazas, tejados o el Papa desde una plaza del Vaticano vacía. Al final, siempre, se acababa con un ‘Te Deum’. Ahora no, tal vez por el laicismo de los tiempos; tal vez porque las autoridades religiosas saben o temen que esto no esté finalizado.
En cuanto a sus consecuencias, las epidemias suelen dejar muy marcada a una generación, a veces también a una civilización. Las epidemias hacen resaltar los logros y carencias de una época. Son trascendentales en la microhistoria, en la biografía, pero aparentemente no tanto en la gran historia. Esto es así, no porque no lo hayan sido, sino porque los historiadores no han manejado habitualmente con soltura lo referente a la historia de la ciencia o de la salud. Sólo se han ocupado de ellas los especialistas en historia de la ciencia, en historia social, en historia de las ideas y evidentemente los demógrafos.
Un ejemplo claro lo tenemos en el año 1918. Lo recordamos porque el 11 de noviembre acabó la Primera Guerra mundial. Ese año se desató una pandemia de gripe, mal llamada ‘española’. Mató a mucha más gente que la guerra, aunque había sido la más mortífera de todas hasta el momento. En España se han publicado dos libros sobre el tema y, a pesar de que fue el hecho más trágico en nuestro país, junto a la Guerra Civil, de la segunda conocemos pelos y señales, incluso se intenta mantener con vida. De la gripe no se sabía nada, ni se recordaban cosas que podrían haber venido bien de cara a la actual epidemia, aunque ya he intentado explicar que los caminos epidemiológicos son muy similares desde tiempos remotísimos salvando las diferencias de efectividad de la práctica clínica y farmacológica.
Las sociedades salen cambiadas de las epidemias. Un ejemplo es la Ley de Sanidad de 1855, discutida en el Parlamento español en un momento álgido de la enfermedad. Se dice que el cólera fue el gran maestro sanitario de la España decimonónica. Esa disposición legal, realizada por liberales progresistas, paradójicamente se convirtió en uno de los preceptos legales más intervencionistas de nuestra historia, por mor de la enfermedad. Las antiguas juntas sanitarias, compuestas mayoritariamente por próceres políticos y grandes propietarios, se sustituyeron por otras en donde estaban presentes, a nivel estatal, provincial y municipal, médicos, boticarios, cirujanos y, claro está, clérigos encargados de la beneficencia. Se inició con ellos el proceso de ‘medicalización’ mediante el cual los sanitarios tomaban decisiones muy por encima de sus conocimientos técnicos, pero se desarrolló el higienismo. Influyó en la arquitectura. Las casas se construyeron con ventanas más grandes, posibilidad de darles el sol, espacios interiores huecos para mejor ventilar y separación entre unas y otras. Se consideró imprescindible la presencia en ellas de retretes y agua corriente. Se incrementó la limpieza de las calles; se mejoró el alcantarillado. Se crearon laboratorios municipales, encargados de la desinfección y del análisis y control de los alimentos y, ya bajo el imperio de otras disposiciones legales, a principios del siglo XX, se inició el combate contra el paludismo endémico y se continuó con la vacunación antivariólica hasta acabar con la enfermedad.
Los gobernantes se ocuparon de cosas aparentemente sin brillo, pero que supusieron mejoras muy importantes en la vida cotidiana de los ciudadanos y que, acaso por su falta de brillantez, no ocupan demasiado espacio en las historias generales.
Desde otro punto de vista, aprovechando la pandemia o las protestas raciales en USA, se está produciendo una nueva oleada de ataques a las estatuas de Colón, de otros conquistadores españoles y, para asombro de propios y extraños, de fray Junípero Serra, uno de los más encarnizados defensores de los naturales de aquel Continente. Esos actos vandálicos son testimonio remarcable de la estulticia generalizada y del influjo maléfico del llamado multiculturalismo, que según mi compañero y poeta Luis Alberto de Cuenca, es una nueva forma de fascismo, aunque más hortera.
En pro de un indigenismo que, desde el punto de vista histórico estaba en la edad de piedra, desconocía la rueda, se jerarquizaba en clases rigidísimas, ejercía el poder imperial sobre otros pueblos, tenía esclavos, mataba a los más fuertes y listos para congraciarse con sus sangrientos dioses e incluso practicaba el canibalismo no solo ritual, se acusa al Almirante de genocida, por la gran caída demográfica producida durante el siglo XVI y por la imposición de la cultura europea, incluida en ella, claro está, la religión católica y la ciencia.
Aparte de los excesos cometidos en todo proceso de conquista, el juzgar con criterios del presente sucesos del pasado lleva a la máxima confusión y falta de criterio. En la conquista española, por primera vez, no se convirtió en esclavos a los naturales; por primera, y acaso única vez, se toleró e incluso se animó a contraer matrimonios mixtos y no se impuso la lengua, porque los misioneros preferían utilizar las lenguas indígenas y… por eso… ¡derribamos sus estatuas y sus recuerdos! La conquista supuso la primera globalización, sobre todo a partir del descubrimiento del tornaviaje entre Filipinas y Acapulco a cargo de Urdaneta (1565), empeño y logro compartido con los portugueses, que poco después se iban a añadir a las posesiones de los Habsburgo. Importamos muchas de las plantas que forman parte de la dieta mediterránea; les exportamos nuestras hortalizas, frutales y toda su ganadería caballar, ovina y caprina; pero también tuvimos una serie de enfermedades viajeras; para ellos la viruela, el sarampión, la varicela; algunas formas de gripe que diezmaron la población indígena. A la vista de lo hasta aquí escrito e incluso de nuestra experiencia con la COVID, si alguien sigue considerando que tal cuestión fue voluntaria, debería, cuando menos, repetir la más primaria de las educaciones.
Nosotros nos trajimos la sífilis, que no es poca cosa, cuyas vías de contagio las tenía tan confusas la medicina de la época que Lobera de Ávila la consideraba debida a dormir en habitaciones en donde estaban mujeres con malos humores. Es decir no importaba el cohabitar con ellas, solo el dormir y respirar ese aire corrupto, en consonancia con lo pensado para las otras enfermedades epidémicas.
Cabe destacar que, si exportamos la viruela, en 1803 se organizó la ‘expedición filantrópica’ a cargo de los cirujanos de la Armada, Francisco Javier Balmis y José Salvany y Lleopart; este último casi siempre olvidado, pues falleció en 1810, en Cochabamba, durante el ejercicio de su misión.
Esta, que fue la primera operación sanitaria global, fue también una buena manera, en opinión de algunos historiadores, de despedirnos de un Continente momentos antes de que fueran declarando su independencia, más si tenemos en cuenta que la viruela es la única enfermedad epidémica erradicada hasta el momento.
En honor de Balmis se ha nombrado así la magnífica operación realizada por la Unidad Militar de Emergencias y el Ejército español en esta epidemia que padecemos.
Sería necesario, tal vez, un más intenso estudio sobre la Conquista –aunque se conoce muy bien-; acaso una rotunda puesta en valor de las luces y de las sombras; sin embargo, el análisis del pasado con los criterios culturales, científicos, éticos y políticos del presente, adobados con los prejuicios de la actualidad, son inaceptables y más si pretenden tirar, con las estatuas, algunos de los logros más remarcables de la historia de España.
Javier Puerto
Académico de la RANF