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Plantas, espacios y públicos. El desarrollo de la Botánica en la España peninsular entre 1833 y 1936

    Algunos académicos pueden preguntarse por la relación de esto con la Farmacia e incluso
con la propia Academia. La Botánica fue una de las disciplinas creadoras de nuestra profesión,
junto con la Química. Algunos de nosotros somos ecólogos, cuando había una especialidad
industrial y otra ecológica. Mis mejores recuerdos de los estudios de Farmacia los encuentro en
la Botánica general, con don Salvador Rivas Goday –aunque me costó mucho aprobarla por mi
falta de memoria y, sobre todo, de memoria visual-, con sus maravillosos viajes de prácticas, en
las cercanías de Madrid y, en mi caso, en Asturias; en la Fitosociolgía, con Miguel Ladero y
análisis del paisaje a cargo de Jesús Izco y Salvador Rivas hijo, con quien ahora, de cuando en
cuando, realizamos algunos viajes en donde nos interpreta el paisaje para nuestro deleite y
admiración; también en los estudios de Fisiología vegetal, con un fugaz José María Perelló; de
Edafología con don Ángel Hoyos que, junto a la antigua Farmacognosia con doña Pilar Pardo,
forman el núcleo de disciplinas a las que más apego tengo, aunque no son los únicos maestros
que recuerdo, -sería imposible no mencionar a don Antonio Doadrio, don Gregorio González
Trigo o doña Ana María Galarza, entre otros muchos-. Sin embargo la influencia de las materias
de la especialidad relacionada con la Naturaleza ha sido algo mayor en mis posteriores trabajos
de Historia de la Farmacia. La Botánica tiene algo de los más genuino de la profesión, cuando los
boticarios debían preparar los medicamentos y de lo más auténtico de la Historia Natural, en
donde siempre se han debido mover los farmacéuticos, condenados a buscar remedios allá en
donde se encuentren y, por tanto, a estudios científicos muy amplios y variados.

    Los botánicos han tenido, entre sus practicantes, a personajes con una personalidad científica
acusadísima, entre los cuales se encuentra también el nuevo académico, a quien así considero,
además de historiador. Gentes que han decidido cómo eran las cosas porque sí, luego de alguna
fuerte discusión intelectual.

    En este caso, nuestro autor, al ocuparse de la historia de la Botánica en la Península, ha dejado
fuera a las islas y a las colonias, pero ha incluido a África y a la expedición del Pacífico, porque
partieron de la Península. No merece la pena discutirlo con él, porque tiene suficientes razones
para, si no convencernos, involucrarnos en una discusión erudita prácticamente inacabable y,
además, porque a un trabajo de esta calidad sólo se le pueden poner faltas si uno es capaz de
realizar algo mejor, caso contrario se debe callar y aplaudir, si uno no pertenece a la caterva de
inveterados críticos hispanos, movidos siempre por la envidia o la incapacidad, que a todo son
capaces de encontrar fallos, pero nunca hacen nada positivo para remediarlos.

    ¿Qué le falta por tanto a la obra de nuestro nuevo académico? Más, le falta más. Queremos
que nos siga haciendo partícipes de sus filias y fobias. De su amor hacia Carlos Pau y su desamor
hacia Miguel Colmeiro -aunque asegure que no va a penetrar en ese tipo de cuestiones- basado
en la valoración científica de uno y otro. Si bien sabe que a Pau le favorece la postura del perdedor,
que no debiera haber asumido sin batallar con mayor denuedo y, a Colmeiro, le afea la falta de
lírica del triunfador y el mal ejemplo del cacique académico, luego tan repetido en la historia de
la Ciencia española y de quien, aun siendo muy valioso, prestigioso y premiado, practica la
política de la tierra quemada a su alrededor, para evitar la competencia, y favorece a cuanta
mediocridad o familiar tiene junto a sí, en un nepotismo tan viejo como actual. Pese a ello, y a
mi incapacidad para justipreciar la valía científica de uno y otro, alguno de los trabajos de
Colmeiro me han sido, sino de mucha, de alguna utilidad, si bien varias de sus decisiones,
incluida la de mandar los supuestos papeles políticos de Mutis a la Real Academia de la Historia,
son absolutamente incomprensibles, a no ser que no se atreviera a desecharlos sin más.

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