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Antonio González Bueno
historiografía del XIX –y aún del XX-, entre la ‘botánica académica’ y la ‘botánica de campo’, que
parece haber lastrado el propio desarrollo de la disciplina, y que –en mi opinión- sólo responde
a viejos resquemores pregonados en exceso y no a la situación social, política y científica por la
que atravesó nuestro país. Esta vieja idea de la ‘profunda escisión de la Botánica española’ que
pretende distribuir en dos bandos irreconciliables a los practicantes de la disciplina no supera la
crítica histórica, aun cuando puedan argüirse testimonios documentales en su apoyo5; el análisis
los que este trabaja; su concepto se encuentra relativamente próximo al de ‘colegios invisibles’ definido por Solla Price,
por cuanto entre los miembros de estos ‘grupos de solidaridad’ se establece un intercambio no reglado de comunicación;
en su opinión, las ‘escuelas de investigación’ son menos críticas que los ‘grupos de solidaridad’, pues en ellas la figura
ideológica del ‘jefe de escuela’ es indiscutible y sus ideas asumidas sin censura, lo que las convierte en elementos
sectarios; su concepto de ‘escuela’ priva a sus miembros de la crítica externa, esta sí está presente en los ‘grupos de
solidaridad’, a través del sistema empleado por los ‘colegios ocultos’ para transmitir la información (Crane, 1972). Hace
algunos años, John W. Servos ofreció un análisis del modo en que la expresión ‘escuelas de investigación’ había sido
empleada por filósofos e historiadores de la ciencia y señaló el hecho de que el término ya había sido usado, en algunas
ocasiones, por los propios investigadores, bien para referirse a sus grupos de trabajo, bien para aludir a otros con los que
entraban en competencia (Servos, 1993).
La mayor parte de los historiadores que se han acercado a estos problema acostumbran a hacerlo desde disciplinas,
como la Química o la Física, cuyas actividades se desarrollan en laboratorios, espacios de investigación muy bien
delimitados y desde los que se abordan problemas que despiertan el interés común de distintos equipos, por lo que es
relativamente fácil definir grupos con una misma metodología de trabajo. No obstante, el modelo es generalizable a
otras disciplinas y, aunque en menor número, se han realizado algunas aproximaciones en ámbitos bien distintos: tal el
estudio de las relaciones entre los geógrafos físicos, una escuela emergente en la Inglaterra Victoriana, que gira en torno
a George Darwin; la escuela ecológica de Frederic Clements, ligada a la Carnegie Institution de Washington entre 1917
y 1941, o la escuela entomológica de John Henry Comstock, en Cornell y Stanford, desarrollada entre 1880 y 1930.
Gerald L. Geison (1993) anota, creemos que muy acertadamente, cómo el trabajo de campo -y las disciplinas que se
basan en metodologías de campo- condiciona la creación de ‘escuelas de investigación’ en el concepto habitualmente
mantenido para caracterizar a los investigadores que realizan su trabajo en el laboratorio; sin duda entre estos se establece
una mayor interrelación: el contacto físico continuo, la utilización de los mismos instrumentos y la necesidad de
comunicación personal que se produce entre quienes desarrollan sus funciones en un mismo espacio físico, el
laboratorio, permite crear nexos vinculantes con mayor facilidad que quienes se ocupan de realizar su trabajo en el
medio natural, formando estos una comunidad espacialmente más dispersa y, quizá, menos cohesionada, para la que
Jesús Ignasi Catalá Gorgues (1999) propone el término de ‘núcleo de actividad naturalista’.
En nuestra opinión, el trabajo de los botánicos, y sus escritos y material de herbario, proporcionan inmejorables
ejemplos para comprender la creación de redes de trabajo local; quizás en ellas no se vislumbre el carácter de liderazgo
ideológico, ni estén presentes los fuertes enfrentamientos metodológicos, doctrinales o de estilo que sí se perciben en
las ‘escuelas de investigación’ bien estudiadas en el caso de otras disciplinas, tampoco realizaron adelantos científicos de
tal envergadura que permitieran cambiar el paradigma de su disciplina; pero lo que es innegable es que el estudio de estas
redes proporciona una importante herramienta para analizar las relaciones entre los botánicos de un territorio geográfico
concreto. Los resultados del trabajo botánico constituyen un buen fondo documental para construir ‘grupos de
colaboradores’ (González Bueno, 1993a; 1993b; 2012a). Es norma común que tanto en las etiquetas de los pliegos
como en la publicación de los datos florísticos se haga constancia expresa de quién y en qué fecha herborizó la planta y,
si es el propio autor del escrito, quién le acompañó en sus viajes. Un análisis de estas indicaciones permite conocer, con
cierto detalle, las relaciones entre botánicos, aportando también datos de interés sobre la esfera de colaboradores del
investigador estudiado.
5. Tal el presentado por José María de Jaime Lorén (2003), construido por el propio Carlos Pau como un elemento
más de su obsesiva crítica a las instituciones académicas, pero que no avala, per se, la ‘escisión’ de la disciplina.
Tradicionalmente suele argüirse (Beltrán Bigorra, 1925b; Laza, 1941; Bellot, 1967; Camarasa, 1989b: 164-165) que
fue el fracaso de Carlos Pau (1857-1937) en las oposiciones a la Cátedra de Botánica descriptiva de la Facultad de
Farmacia de la Universidad Central el detonante de esta ‘escisión’, y que, como consecuencia de aquélla, el segorbino
dio a las prensas su feroz crítica a la obra de Miguel Colmeiro (1816-1901): sus Gazapos botánicos cazados en las obras del
señor Colmeiro... (Pau, 1891), pero estos Gazapos... vieron la luz en 1891, y la polémica oposición se celebró en noviembre
de 1892 (González Bueno, 1988b); posiblemente toda la ayuda que Blas Lázaro recibiera de Miguel Colmeiro en esta
oposición fue el permitirle el acceso a la biblioteca del Real Jardín; en mi opinión, Blas Lázaro debió confiar más en el
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